Nocividad es el término elegido por la crítica antiindustrial para calificar la sinrazón de casi todo cuanto existe. En particular, nocivo es casi todo aquello que aparece como necesario, como el trabajo o la velocidad. También son nocivos todos los sucedáneos de experiencia, como los fines de semana, la ciudad o Internet. Con Hormigón, arma de construcción masiva del capitalismo, Anselm Jappe quiere explotar teóricamente dos corrientes de crítica social: la crítica antiindustrial y la crítica del valor. De esta última es ya uno de sus más reconocidos contribuidores; así, en varios de sus libros se llama la atención sobre la destrucción causada por la autonomización de la lógica social respecto de sus pretendidos agentes. En Hormigón... también se convoca a la corriente antidesarrollista, que, recordamos, aprovecha el potencial crítico que la noción de vida buena devuelve a la civilización industrial. ¿No da vergüenza leer hoy las promesas de libertad y autonomía fundadoras del proyecto moderno? Una de las ocupaciones de los teóricos antiindustriales es, pues, «la crítica contra toda nocividad»; ya es incluso tradición guardar este conocimiento en una enciclopedia, por lo que el hormigón armado tendría su entrada en la 'H'.
Si resumimos los argumentos de Jappe en este último sentido:
- La fabricación del hormigón supone emitir mucho CO₂ a la atmósfera. Aunque se diría que contaminar es una obligación moral para el tipo de industrias implicadas en el ciclo: hornos, canteras, procesado químico, transportes... todas ellas reúnen, además, las técnicas más hostiles a toda vida posible: vertidos, humos y ruidos inhumanos. No han sido pocos los chalets con vistas y las cementeras que han consumado su una unidad de destino en el mismo paisaje.
- El tipo de arena y grava que requiere el hormigón se extrae de ecosistemas ricos y específicos: lechos de ríos y lagos se ven esquilmados, definitivamente alterados o destruidos, con la consecuencia del envenenamiento o la aniquilación de toda clase de animales, plantas, suelos y aguas alrededor. O la silicosis que provocan los depósitos de arena en los pulmones de los trabajadores mal protegidos. Un ejemplo de trabajador mal protegido es casi cualquier trabajador del tercer mundo: allí el término nocividad puede resultar una aspiración...
- Sale económicamente rentable y, por tanto, devastador, mover el hormigón y el acero desde sus fábricas y canteras hasta cualquier destino, incluso si para ello hay que atravesar el planeta. Véase el quiebre —desde cualquier perspectiva humana— que se da en una constante histórica como la construcción del hogar, una experiencia tan elemental rara vez suponía el aprovechamiento de materiales que estuvieran más allá del alcance de la vista. Compárese con lo que en Dialéctica de la Ilustración se definió como la conversión del mundo entero en «material disponible».
- El hormigón armado es poco reutilizado y poco reutilizable: si el hormigón se ha impuesto es por su encaje en la lógica mercantil y si reutilizarlo resulta antieconómico, se puede uno convencer de que en este caso las consignas de reciclaje apenas traspasan los límites de un powerpoint. Y cuando salen lo hacen para disfrutar las subvenciones públicas a la innovación-y-sostenibilidad que insaciablemente demanda, por ejemplo, el pintoresco capitalismo español.
- Y si toda esta destrucción ecológica es legal, siempre esperan la mafia y otros emprendedores desregulados para animar el movimiento del capital allí donde la irracionalidad del mercado necesite de proveerse —de arena, por ejemplo— con aún menos miramientos por la ecología o la vida de alguno.
- Estandarización y fealdad: por ciertas características materiales y por la organización económica, el hormigón se prefabrica, dándole a los barracones hiperequipados de nuestros barrios el aspecto distópico que sin duda tienen. La demagogia se regocija en este punto de forma especial: según dicen, la única alternativa a la indigencia y la cochambre son las células para trabajadores que la reproducción del capital necesita —o necesitaba. Lo de la fealdad solo lo discute algún burócrata alucinado y la cuota de irónicos sofisticados que imponen las circunstancias, así que no decimos más.
- Después de ver si el hormigón armado es feo y formal, ocupémonos ahora de si es fuerte. Si lo es, lo es durante muy poco tiempo, porque las construcciones de hormigón armado tienen una vida útil ridículamente corta en relación a los costes de su mantenimiento, mayoritariamente debido a la corrosión. Esto autoriza a considerar al hormigón armado como un material desechable, porque aunque sobrepasa los minutos de vida de uso de una botella de plástico, unas pocas décadas siguen siendo una insensatez. Pensemos en los gastos de las reparaciones en las obras civiles que emplean este hormigón de forma masiva; atendamos, además, a que la firmeza de las reglamentaciones sobre seguridad no se sobrepone a la lógica económica que determina su mantenimiento efectivo y, en consecuencia, algunos de sus peligros. Decimos algunos porque, aunque se hable de hormigón, hay otras nocividades que llegan a justificar la existencia misma de esas infraestructuras: como facilitadoras de la velocidad, por ejemplo.
- Las ruinas de las arquitecturas vernáculas no dejan de pertenecer al paisaje, este recupera para sí mismo los materiales en decadencia. No ocurre igual con las ruinas de hormigón, que se reciclan poco, de manera que sus residuos no se gestionan con la misma alegría que inspira a la propaganda. Así que el hormigón armado deja los suelos impermeables y estériles y, por supuesto, las grotescas ruinas que conocemos.
- El hormigón retiene el calor de forma inhabitable en varios climas, provocando el uso generalizado de aires acondicionados. Estos, como se sabe, contribuyen a recalentar ciudades-invernadero donde los árboles no deben estorbar ni a la hipercirculación, ni al ocio, ni al precio del metro cuadrado. Con tanto calor, la energía consumida además se dispara y con ello la contaminación, que unida a otros venenos acelera el cambio climático... Esta es una muestra muy palmaria de las enloquecidas espirales de la sociedad industrial: una nocividad exige paliarse mediante toda clase de prótesis técnicas que, a su vez, se regalan con sus propias nocividades.
Jappe se ocupa con detalle de la relación entre hormigón y urbanismo. Tanto las obras emblemáticas de arquitectura como los programas de construcción masiva de viviendas para trabajadores tienen como condición de base tanto algunas virtudes del hormigón armado —en tanto que material— como la rentabilidad económica que procura su empleo ingente. En el primer caso, el autor recuerda la coincidencia entre los objetivos de la modernización capitalista y las propuestas de las vanguardias estéticas. Así, y a menudo desmintiendo la retórica revolucionaria en que se manifestaron, buena parte de esas corrientes propusieron hacer de la ciudad una tabula rasa: el pasado y su memoria, el recuerdo de la naturaleza, la ociosidad o las marcas de la injusticia debían sentir vergüenza por su arcaísmo y ceder el espacio al progreso de la industria y al hombre hecho a su medida. Y así sucedió: ciudades reconstruidas (algunas tras ser arrasadas por la guerra) para beneficio de las máquinas, el movimiento de mercancías y la disciplina del trabajo. La flexibilidad que impone la moderna economía encontró su reivindicación en la «caducidad y transitoriedad» que declara el Manifiesto Futurista de Arquitectura como una de las virtudes de la futura ciudad. Si bien no todas las vanguardias estéticas proponen el mismo urbanismo, en los ejemplos que destaca A. Jappe sí coinciden en el mismo proyecto cartesiano y la misma ideología del trabajo que acabó por realizarse. Transcurridos el siglo XX y XXI y sin desvincularse de los objetivos anteriores, las diversas arquitecturas de autor tienen su principal ambición metafísica en decorar el consumismo más tenebroso —el «atractivo turístico» de estas cosas.
Según lo entendemos nosotros, Jappe narra a través del hormigón la misma historia de desposesión —cuando no directa sumisión— vista también en otras dependencias, y también las mismas pérdidas irrecuperables que impone el complejo tecnoindustrial. Perdemos los conocimientos y saberes colectivos que podrían garantizar alguna autonomía comunitaria. Perdemos también experiencias en una vida reglada por la producción, sin tiempo y sometida a todo tipo de choques sustitutorios del sentido en el subtiempo de ocio, en el que el consumismo hace perder, también, toda una vida más allá de la mercancía.
Ese es nuestro resumen de la faceta antiindustrial de la crítica de Jappe. ¿Qué aspectos podría iluminar aquí la crítica del valor? La tesis del escritor es que el hormigón representa una materialización (en sentido literal) de la abstracción con que funciona la lógica del valor. Aunque el autor concede que del plástico se podría decir lo mismo, pero con mucho menos eco (je). Sigamos o no al autor en esto, coincidimos en que el hormigón armado es, al menos, una nefasta expresión del fetichismo de la mercancía. Recordemos que el principal efecto de este fetichismo es que las relaciones sociales aparecen con la independencia de una máquina. El presupuesto de la economía como ciencia es precisamente esa naturalización de las relaciones sociales. Así, la generación de valor que el trabajo abstracto procura se impone como el único criterio de la organización social. ¡El único significa que cualquier preocupación humana queda fuera del sistema social! Es este el sentido que tienen las expresiones marxianas de «sujeto automático» o «autovalorización del valor». La lógica social se autonomiza como si fuera independiente de quienes la ejecutan: en la variante más o menos liberal del capitalismo tiene en la competencia privada su dinamismo. Y así, lo que no se pliegue a la ley de la mercancía, queda amenazado o reducido a la cuantificación del dinero. ¿Quién puede dudar de esto cuando ni siquiera el cambio climático es capaz de frenar una lógica social de autoextinción?
La crítica del valor permite responder a las ilusiones del capitalismo verde y de buena parte del ecologismo: no es la buena voluntad de las empresas, la firmeza del Estado o la innovación técnica la que puede ni paliar ni acabar con esta locura: todos los esfuerzos en este sentido obedecen a la misma ley del valor de la que tratan de defenderse. Por otro lado, la crítica antidesarrollista no puede despistarse en medio de la descomposición del capitalismo y, por tanto, de las relaciones sociales, con la intensificación de una destrucción ya normalizada. El fascismo que viene cuenta con ella.
Uno de los comentarios de pasada de Jappe nos parece apropiado para expresar el problema político que se plantea. El contexto de su comentario es el de la contraposición entre arquitecturas vernáculas y las políticas socialistas de vivienda. Jappe desconfía de la autoconstrucción como una alternativa razonable porque, se imagina, acabaríamos construyéndonos mansiones tipo Hollywood en cualquier lado, como ya ocurre. Esa observación, decimos, nos parece significativa porque revela la pérdida más relevante: el triunfo de la forma-individuo moderna, la disolución de los vínculos comunitarios premodernos y las poquísimas resistencias que podemos activar frente al consumismo. No podemos revitalizar de lo que carecemos, no podemos imaginar las relaciones sociales premodernas como un horizonte emancipador, pero hacerse cargo de todo lo que perdimos con el advenimiento de la Modernidad promete nuevos sentidos.
El gran mérito del ensayo es rescatar algunos pasajes luminosos del Marx de los Manuscritos (un Marx ya reivindicado por los críticos antidesarrollistas, pero también por Kurz). En los fragmentos citados por A. Jappe reconocemos enseguida al Marx lector de Hegel: humanidad y naturaleza se dan una constitución y realización mutuas a través de la actividad libre (actividad llamada trabajo, pero opuesta al trabajo abstracto, que es un hallazgo marxiano posterior). Nos gustaría acabar saboreando una coincidencia: esos fragmentos citados tienen su consistencia en la idea de propiedad enunciada por el mismo Marx y que Jean-Luc Nancy reivindicó poco antes de morir. Se trata de construir una nueva política y, por tanto, una nueva comunidad. Quisiéramos acabar aquí con la misma frase con la que terminamos aquella reseña.