La cuestión es si va a haber un futuro, es decir, una vuelta indefinida del presente —puede que definitiva— o si debemos hablar de porvenir, que en justicia es de lo que no sabe hablar el presente. Un virus demasiado humano recopila algunos artículos y entrevistas de Jean-Luc Nancy con motivo de la expansión global de la covid y sus estragos.
El filósofo francés constata que, tal y como se ha dicho muchas veces, el virus puso en evidencia un desorden social agravado ya por otras crisis. El punto de partida de Nancy es, sin embargo, poco afirmativo: pese a que a la experiencia del primer confinamiento le correspondieron imágenes de un futuro sostenible, estas no se desvinculaban del mismo dominio técnico, de las mismas certezas basadas en el cálculo que provocaron la destrucción actual. Es decir, se confía en el futuro, pero no se habla de aquello que podría venir.
La historia de la autosuficiencia del individuo, que también es la de la técnica y el capital, se planteó en gran parte como negación de la muerte. Recordemos la identificación entre razón y autoconservación —como dejaron escrito Adorno y Horkheimer— en que deriva la ideología ilustrada del progreso, en la que la muerte y el sufrimiento aparecen como un momento recuperable por la totalidad del discurrir histórico. La totalidad, al final, se encargaría de saldar las cuentas. Esta fue la historia de Europa, pero hoy, en el mundo modernizado por el capital, es la de buena parte de quienes se enfrentan al virus. Dejando de lado las variadas formas que tiene el dominio, ¿qué pasa cuando el virus se une a otras fuerzas que desmantelan el frágil bienestar económico y la muerte y la exclusión no se pueden disimular?, ¿qué pasa cuando irrumpe la incertidumbre, si era justamente lo que la sociedad moderna se había propuesto eliminar? No es que la muerte y la enfermedad no existieran, es que ciertas muertes y ciertos sufrimientos ya entraban en el cálculo.
Se habla, como quien habla de un destino, de la respuesta autoritaria a la crisis del virus, como en China, que en una combinación de militarización social y una vigilancia técnica muy porosa ha logrado mantener funcionando la maquinaria económica, si bien no tanto como exige la globalización. Por lo tanto, la respuesta china no se presenta como diferente de la gestión técnica sin las rémoras que supone la democracia, aunque apenas quepa hablar ya de ella. El fenomenólogo E. Husserl advirtió, en una Europa que preparaba la barbarie, del peligro que alentaba un pensamiento que se prohibió ir más allá del cálculo de probabilidades y la fijación de datos. Recuperando lo mejor de la tradición europea —no de Europa—, es decir, la filosofía, tenía sentido proyectar una humanidad libre. Jean-Luc Nancy también mira también a una Europa —que entretanto ha dejado de ser la vanguardia de la modernización— cuya respuesta a la crisis por el coronavirus se ha considerado de forma unánime como vacilante. Nancy ve en ello una herencia, la de la razón crítica —«libertina», llega a decir. Este potencial crítico, en Europa, nos parece el primer aspecto a retener de su análisis. El segundo aspecto a tener en cuenta lo podemos encontrar en el artículo Comunovirus, en el que se afirma que el virus nos comuniza, aunque solo sea negativamente, en una lucha conjunta contra él, pero que con ocasión de él aparecen socialmente unas relaciones de interdependencia, comunitarias, que permanecían invisibilizadas en el movimiento diario de la máquina. Y también imágenes de solidaridad que el cinismo, o tal vez el cansancio, nos obliga a despreciar.
Así, pues, en el horizonte de la filosofía —o, más extensamente, de la producción de sentido y de su crítica— y el de la comunidad posible, el filósofo recupera la propiedad individual de la que habló Marx, a saber, la idea de realización. El llegar a ser, entendido ya no como la posesión de un bien, ni siquiera un sí-mismo soberano, sino como una propiedad común, impensable dentro de los parámetros del cálculo y el poder que fijaron al sujeto moderno. Es casi un acto reflejo que aquí aparezca la concepción aristotélica de la vida buena [eu zên], pero advirtiendo que no se puede contar ya con garantías previas, con la certidumbre de una substancia que realiza lo que ya estaba contenida en ella de forma potencial; si esta comunidad puede definirse, por ahora, es como apertura, como extrañeza de sí. Lo mismo se podría predicar de una nueva subjetividad. Pensar esa vida pasa por salir de la autoconservación y rescatar lo que la ideología del dominio trataba de conjurar: la muerte. Devolverle la dignidad a la muerte supone fundar la igualdad de todos en esa comunidad por venir, sin supuestos que otorguen esa igualdad en función de grados de realidad establecidos en la teoría, ¿podremos aceptar un porque-sí del derecho a la existencia? El realizar cada finitud, el carácter único y cuidado de cada existencia, es a lo que Marx apuntaba en la idea de comunismo: la comunidad de las criaturas no oprimidas. Nancy lo llama espíritu, que concibe como aquello que alienta lo vivo. Para pensar ese por-venir, se pregunta el filósofo, ¿basta el griego?