El candidato más cochambroso a la presidencia de la República argentina se llama Javier Milei, un hombre que a sus muchas desvergüenzas añade la de ser economista. El histrionismo de los políticos anti-élites es ya tan convencional que no sabemos si llega para indignar a los editorialistas de El País; a nosotros lo que nos interesa aquí son precisamente sus payasadas.
Tres cegueras
Tal y como ocurre con muchas notas necrológicas, la pintoresca sociología periodística tendrá ya medio escritas sus conclusiones sobre el caso Milei: el paro y una inflación disparada, la corrupción, el agotamiento de la política tradicional o la desesperanza de la sociedad argentina animan el voto populista... Y ahí se detiene el cansado análisis de la gran mayoría de la prensa; todo lo que exceda ese ámbito supondría —aparte de enfadar a lectores y accionistas— arriesgarse a aclarar el sentido de un fenómeno humano. ¿Por qué Trump, Jair Bolsonaro, Zemmour, no sé ya cuántos Le Pen, Meloni, Orban o Abascal no paran de sumarse a nuestro futuro? Una pregunta tan urgente ya desborda a la epistemología noticiera, que con soberbia sigue considerándose anclada en «la realidad» y «los datos». Con esta epistemología populista no se puede comprender ni el fascismo, ni nada.
Tampoco abandonaríamos la superchería positivista refugiándonos en un análisis de los considerados rigurosos, esto es, los reducidos a su cara cuantitativa, haciendo de la trivialidad una aclamada metodología. Porque lo que logramos al convertir, por ejemplo, el nivel de estudios, el género o la clase social de los votantes en números —entes igualmente metafísicos, pero científicamente irreprochables— es descartar el sentido. Sinsentido es quizás tratar de entender el juego de la demagogia desde los supuestos más ciegos de la racionalidad instrumental. ¿No es el fascismo una conclusión limpia de esa misma racionalidad?
La oscuridad definitiva sería renunciar al pensamiento crítico en nombre de la acción, que no solo es una forma prestigiosa de acelerar la catástrofe, sino una manera ya muy probada de legitimar el nihilismo. Comprender el fascismo nos parece un requisito para impedir su reproducción; esa es una de las tareas del pensamiento crítico. De la teoría no se puede prescindir, pero si la rebajamos a su nivel más trastornado seguro que aparecen las conspiraciones que necesita toda pragmática criminal: las élites, la banca, algunas entidades malignas y los traidores que no dejarán de multiplicarse, todos ellos, están conjurados para mantener su plutocracia, sea por medio de golpes de mano, sea a través de la difusión taimada de su agenda[1]. Así que se puede prolongar la barbarie equiparando crítica a esteticismo para, seguidamente, entregarse al esteticismo de la violencia[2]. En resumen, frenar una regresión política tan peligrosa pasa también por abandonar ciertas maneras de pensar y actuar y, en concreto, criticar las ideologías afirmativas con que se dotaron unas sociedades ya preñadas de fascismo.
Que hable Milei
¿Qué trucos emplea Javier Milei en su propaganda demagógica? ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de la recepción entusiasta de su mensaje? Intentemos responder a estas preguntas recurriendo a un par de tesis de T. W. Adorno, detalladas en un artículo anterior, La propaganda fascista. Un estudio de Theodor Adorno. Pretendemos que sea la boca de Milei quien nos guíe, pero tras leer ese texto lo que digamos quedará más completo. Aunque el diputado no leerá este texto, sabemos que demanda a quien le dice nazi. Enterados de la hora a la que abren los juzgados y sumando las pagas que el Estado nos da a los inútiles, el dinero solo nos alcanza para llamarlo demagogo. Puede que él mismo sepa que el fascismo es un proceso de radicalización que implica a mayorías sociales, y que no importa si la chusma encargada de dirigirlo es oportunamente más o menos liberal según el contexto concreto de la crisis.
Las intervenciones del líder de La Libertad Avanza deben su origen sobre todo a la televisión, pero su tono, sus gestos y la brevedad de sus soflamas facilita su viralización en la red. Por eso nos parece mejor fijarnos en recortes de esas entrevistas, que es tal y como los distribuyen sus seguidores en la red. Así que vivimos los días de una humanidad cuya televisión —mientras Internet mantiene las mismas posibilidades políticas de una máquina tragaperras— exige en ciertas emisiones una concentración anacrónica, de modo que también ella se hizo también cómplice del intelectualismo.
¡Que hable Milei!
Antiparasitismo
En la boca del demagogo, los sufrimientos que produce el capitalismo solo pueden tener una causa externa: los chupasangres. Un espantapájaros anarcoliberal, tan cínico que considera sensata la compraventa de órganos, no se manifiesta en los términos exactos en que lo hacía la paranoia contra la usura. Pero si atendemos a las implicaciones de lo dicho más que a analogías tiesas, sus palabras siguen una de las líneas teóricas del antisemitismo. Con ello nos referimos al dibujo de un capitalismo virtuoso, productivo y liberador, en oposición al abuso que de ese sistema perpetraría una casta, mantenida como tal parasitando el esfuerzo del pueblo trabajador. Esto último es exactamente lo que significa socialismo en la imaginería liberal: una organización de ladrones resentidos. En esencia, no se trata tanto de antisemitismo, sino del mecanismo del antisemitismo. Esta demagogia, por medio de una simple dialéctica amigo/enemigo, cubrirá de infamias a quienes considere saboteadores de la prosperidad del pueblo. En varios vídeos Milei se refiere a «vagos» y privilegiados, pero lo que se está movilizando ahí es tanto un tipo de darwinismo —mal disimulado en la histeria del economista al evocar la justicia social— como una respuesta emocional en la identificación de culpables. Así que la demagogia populista se expresa menos en un odio directo contra pobres y necesitados de ayuda que en las figuras más versátiles del parásito. Y, aunque en las palabras de Milei los «especuladores» no aparecen en forma explícita, sí ocurre en otros discursos muy similares, de modo que en ellos banqueros y grandes financieros se representan como gentes perversas, además de parásitos. Este modelo obvia que el capitalismo hace del reduccionismo algo más que una idea: el sistema de la mercancía verdaderamente objetiva a las personas en funciones económicas que demanda la sociedad al completo.
Para entender mejor los vídeos, merece la pena detallar en qué contexto esta demagogia tiene gran aceptación. Si no lo impedimos, las tendencias del capitalismo de crisis agravadas producirán una exclusión masiva de población, ya que la continua expansión del valor —quien rige nuestro acceso a derechos fundamentales— se acaba. Las instituciones encargadas de paliar los daños del mercado están sometidas a ese mismo agente y, en consecuencia, a una falta de financiación severa. El largo período de contracción del valor no supondrá el fin espontáneo de las inercias capitalistas, ni la transformación automática de la subjetividad formada a su medida, sino una intensificación de toda la violencia del sistema, también la introyectada en los individuos. De modo que todas las mezquindades, crímenes y absurdos con que la socialización integral del capitalismo nos conforma, nuestra individualidad queda ahora sobrecargada con una lucha más intensa por no quedarnos fuera y desaparecer, tal y como ya desaparecieron varios derechos que dábamos por cubiertos. Ante esta disposición a la supervivencia, ¿quiénes podrían convertirse en los nuevos chivos expiatorios, en los saboteadores que dijimos arriba? Ciertamente, determinados inmigrantes nunca han dejado de estar excluidos y por eso nos vienen enseguida a la cabeza. Sin perderlos de vista, lo que queremos es advertir del peligro de un discurso más ambiguo y del que no están automáticamente protegidos quienes sufren los aspectos menos publicitarios del capitalismo. Nos referimos a las consecuencias de la ideología anti-élites en que se concreta un discurso de respuesta política a la crisis; no solo en la propaganda de la extrema derecha más identificable, sino también en el discurso de un populismo más espontáneo y masivo. En él se desencadena el resentimiento que provocan tanto las expectativas de bienestar frustradas como el miedo a quedarse fuera de las garantías que el movimiento del capital procuraba. De esos dos afectos (miedo y resentimiento) nacen las mencionadas imágenes del culpable (ni racionales, ni objetivas). Efectivamente se trata de una búsqueda de culpables, pues el populismo no plantea transformar las complejísimas relaciones sociales que supone la civilización capitalista, mucho menos se plantea hacerlo en sentido emancipatorio.
De tal modo que según las tendencias económicas descritas —más allá de las llamadas al escarmiento del especulador, entre otros complejos del antisemitismo— la propaganda demagógica tendrá que vérselas con lo que el fetichismo del capital ya impone en la práctica, esto es, el desecho de lo que no le es productivo. Bajo circunstancias así, el punto de partida serán las políticas de excepción; ellas no irán únicamente contra el supuesto peligro de colectivos concretos, sino también contra todo lo que ahora se llama cuidados: nos referimos no solo a la completa desaparición de ese lastre humanista tan deficitario llamado sanidad pública, pues también y como mero punto de partida, también el derecho efectivo a la vida está en peligro[3]. Una exclusión semejante, los resultados de tal violencia, forzosamente tienen que hacerse tabú en las palabras del demagogo. Del tabú, como se sabe, no se habla, pero se lo designa sin parar en el ritual, pues en la propaganda asistimos a un verdadero ritual. A través de la alusión indirecta del tabú, el tanteo y los otros procedimientos sustitutorios que describe el psicoanálisis, es como obra la gratificación obtenida por quienes se identifican con el líder populista. Devolverle el poder a la gente es algo más que la consigna clásica del movimiento populista: su peligro específico resulta de que, a pesar de la diversas formas que este empoderamiento pueda adoptar en nuestro contexto de crisis, promete desembocar en la activación de un descontento acrítico y reaccionario —descontento que no pueden domesticar los pastores que pretendan reconducir los significados de seguridad y bienestar—. En tiempos de exclusión, ¿hay una deriva no regresiva en pretender delimitar (no importa si con este o aquel interés estratégico) el capitalismo de gentes sencillas? Este último discurso, sin duda ya no con el nombre de capitalismo sino bajo la idea de una economía eficiente, ya se explota políticamente de forma transversal.
Los vídeos seleccionados están recargados de la jerga antiparasitaria y, además, muestran varios de los rasgos comentados. Para no ser pesados señalando cada uno, solo apuntamos un par de preguntas sobre el tabú: ¿cómo interpretar la recreación —la fantasía— con que Milei arenga con frenesí, incluso hablando de un muro que divida el país en productores y parásitos? ¿Se podría hablar de una cosa distinta de la erotización cuando bromea sobre el agua y los zurdos?
Religiosidad vacía y culto de lo existente
En el mismo sentido de la previsión hecha por Adorno, se escenifica en los vídeos un tipo hogareño, de humildad impostada y cuyas confidencias muestran gustos simples[4]. Aunque el sorteo de su sueldo merecería un comentario por sí mismo, ahora solo diremos que abunda en la misma estetización: el colmo del hombre desinteresado, la contrafigura del parásito. No deberíamos despreciar con mucha complacencia estas pantomimas (muy extendidas entre influencers), pues lo que se está en marcha es el mismo mecanismo de identificación presente en el nuevo canon de la cultura popular; ella comparte con el discurso demagógico sus mismas condiciones de recepción. Ya lo dejamos entrevisto en el epígrafe anterior, pero mejor aclaremos esto dando un rodeo por la retórica del empoderamiento, aludida en varios de los vídeos.
Milei no solo está aprovechándose del renovado prestigio de la autoafirmación —el ideologema más machacón de las últimas remesas de la industria del entretenimiento. Aquí la idea de empoderamiento sirve para inflamar la personalidad autoritaria de quienes asisten al espectáculo del demagogo. La llamada a la autoafirmación conecta con lo ya referido a la actual subjetividad, a su debilidad acentuada por unos imperativos que la objetividad social exige, pero que esa misma objetividad frustra cada vez más[5]. Se imprime en el carácter de quien vive bajo estas condiciones una autoexplotación y hostilidad aumentadas; pero también la subjetividad queda marcada por los reversos de lo anterior: la necesidad de mayor dominio hacia afuera y el de agresión interior en la forma de una culpa abstracta. Así no extraña que los individuos abracen masivamente ideologías de la potenciación que compensen en la fantasía la falta de autonomía efectiva. Si condensamos lo dicho desde una imagen extrema: acuérdense de la de «donnadies» que, antes de cumplir la orden de autoaniquilación al que obedecen los perdedores y quienes estallan, suelen posar en vídeos y fotografías como He-Man, uno de aquellos Masters del universo... Encarnan esa contradicción, el delirio de grandeza suele expresarse momentos antes de sucumbir. Los amoks son casos terminales de lo que constituye, sin embargo, un continuo, una condición social común e históricamente determinada. El resorte de esa potenciación proviene de la identificación con figuras de autoridad (versátiles también, por lo tanto no necesariamente personas, pero sí vinculadas a las nociones de seguridad y bienestar), a las que se confía la integridad de la propia personalidad. Lo que se está enmascarando con ello es la propia fragilidad. Así que si se quiebra esa autoridad, se quiebra el sujeto. En consecuencia, una obediencia así debe ser continuamente renovada y expandida, de tal manera que se hace enemiga de cualquier límite: todo lo externo la amenaza. Walter Benjamin llega a decir que esa autoridad verdaderamente viola a las masas. Por no extendernos mucho más: el mensaje del demagogo despierta el mecanismo de identificación en sujetos frágiles; el demagogo mismo es la pantalla donde los individuos subliman su impotencia real.
Arriba hablamos de que en el caudillo (la persona o el concepto) se coagula toda una ideología del dominio y la conquista. Es la agudización de la misma metafísica que conformó al sujeto moderno, de la misma que legitima el empleo irrestricto de la técnica. Este mismo motivo aparece sin descanso en series de televisión, cuyos protagonistas tienen como rasgo central la exhibición de una capacidad de dominio aumentada. Hombre y máquina se hibridan no solo en la forma más explícita, por ejemplo, mediante los exoesqueletos grotescos de las películas de superhéroes. Más exactamente se da una maquinización de la personalidad en su sentido burgués: frialdad, racionalidad instrumental, determinación militarizada, todo ello queda en los productos de consumo investido de erotismo. En buena parte de ellos, lo que se exalta es el buen negocio que resulta de la explotación bienintencionada del sufrimiento. Y por negocio no hablamos de la obtención de dinero, sino a si el sacrificio de sufrimiento humano compensa el progreso obtenido. «Compensa», se dice ahí, pero confirma también nuestro día a día. Por ello, no estamos autorizados a decir que nos manipulan desde Hollywood y cosas parecidas: al contrario, lo que cultura del consumismo hace es reafirmar las relaciones sociales ya existentes, insiste Adorno en otros escritos. ¿Reconocemos rasgos compartidos con el populismo fascista?
¿Y Milei? En el vídeo de la dolarización —un manantial de ideología— Milei ejecuta lo mismo que nos recomiendan escenificar —en el trabajo y en casa— los asesores de imagen: el papel de una voluntad firme, llena de coraje y sin incertidumbre, hiperresolutiva, etc. En ese y otros vídeos, la actitud mostrada sirve como aquella pantalla de deseos de dominio que mencionamos antes. Pero más allá de esa intención, las fantasmadas de Milei se hacen efectivas al recurrir a la autoridad de los números —aumentadas por un montaje orientado al deslumbramiento que en nuestra sociedad causa esa informatización del pensamiento—[6]. Esta remisión a números, a la mera gestión de lo que el mundo ya es —la explotación de una técnica—, sin cuestionarse la sustancia social de la política y, por tanto, la superación de relaciones sociales injustas, es lo que Adorno llama culto de lo existente. Vemos en el recorte la sustitución del discurso racional por la denominada por el filósofo alemán como sucesión de ideas —pensemos en el juego infantil de la charada, pero con dólares y caras de éxtasis y estupefacción—. En esta religiosidad vacía de fines políticos, la del tipo que sabe lo que hay que hacer, tan solo encontraremos una autorreferencia y una proyección de las relaciones de poder que triunfan. Ese es el sentido de tal postración ante el fait accompli; estamos ante la afirmación darwinista en tanto que ideología del empoderamiento. Como recuerda Adorno, en el ritual hay una especie de inversión de los símbolos: no se trata de una religión de la denuncia del sufrimiento y de la injusticia que supone la exclusión, sino de la afirmación de su necesidad. Es la ideología del progreso máximamente realizada.
Consideramos una acción política del mayor interés inmediato toda iniciativa orientada a frenar la formación y el desarrollo de la personalidad autoritaria.