CRÍTICA  SOCIAL

El valor y el vínculo social

Para explicar la subjetividad autoritaria y antes de ver con detalle en qué medida responde a condiciones de exclusión, es necesario analizar las premisas de la inclusión social. Bajo el capitalismo, la sociedad está orgánicamente determinada por la valorización del valor, quedando todos los esfuerzos colectivos afectados por esta lógica. En este sentido, el dominio de clase en torno a la extracción de valor está supeditado a la mencionada actividad de valorización. De esta manera, los individuos están vinculados con arreglo a los fines del trabajo. Y nada más.

Es preciso detenerse primero en el carácter abstracto que tiene el trabajo en la sociedad capitalista. Este carácter abstracto del trabajo —fíjense, «trabajo», a secas— es inédito en la historia humana. Es, de hecho, una nota distintiva del capitalismo como formación social. ¿Por qué es abstracto este trabajo? El concepto que intuitivamente tenemos del trabajo es el de aquella actividad dirigida a la satisfacción de necesidades concretas. Y esta es una definición adecuada para sociedades no capitalistas, en las que el trabajo está encaminado a asegurar esa satisfacción colectiva. Advirtamos que un sentido de la palabra necesidad se relaciona con la idea de objetividad, pero no es eso lo que queremos señalar aquí, sino más bien el hecho de que, aunque cada sociedad le adjudique la significación de necesidad a las cosas más variopintas, lo que permanece es que en tales sociedades el trabajo hace referencia a actividades concretas, determinadas por valores definibles. No sucede así bajo el capitalismo, pues, como dijimos, el trabajo solo se pliega a la lógica de la valorización. ¿Cuál es este fin no concreto?, ¿para qué se valoriza el valor? Lo poco que se puede decir es que el valor se valoriza para valorizar aún más valor. Ya la misma formulación roza el sinsentido: ese sinsentido es la abstracción real que pauta nuestras vidas. Este es el fin tautológico al que se consagra el formidable esfuerzo de la sociedad del trabajo, el que le imprime al capitalismo esa autonomización con respecto a los fines declarados por tal sociedad.

En consecuencia, lo único que importa del trabajo humano es su contribución en la forma de mercancías, en cuyo intercambio se materializa el valor. Cualquier significación concreta que pudiera otorgársele a un trabajo desaparece en la mercancía resultante. Este trabajo se sustancia en la mercancía como mera cantidad de tiempo necesario para su producción, sin otra cualidad y sin referencia alguna a las necesidades y aspiraciones que esa sociedad espere cubrir. Como ejemplo de esta dislocación, miremos que, si bien algunas mercancías resultan ser objetos tangibles o servicios y, por lo tanto, pueden satisfacer necesidades sociales, este es un efecto secundario de la lógica del capital, ya que no se crean tales objetos o servicios para que se cubran necesidades, sino en tanto que mercancías con un valor potencial. Por lo tanto, si dejan de tener tal virtualidad, no se producirán, aunque alivien necesidades vitales. Basta pensar, por ejemplo, en el mercado de los medicamentos para convencerse de la diferencia entre un valor concreto, de uso, y el valor mercantil. Así que no es la maldad, no es la avaricia o el trapicheo de las élites lo que explica la naturaleza del capitalismo, sino la movilización al completo de la sociedad global bajo el fetichismo de la mercancía.

Una vez descrita la singular lógica de expansión a la que sucumben las sociedades capitalistas, estamos en condiciones de estudiar el fenómeno de exclusión a partir de la naturaleza del vínculo social. Ya podemos avanzar, sin más, que si crece la exclusión es debido a que el trabajo no puede generar el valor que sostiene el vínculo social. ¿Cómo es posible que la lógica del capitalismo sea puramente expansiva y, a la vez, se encuentre con este límite? Seguramente ya estemos familiarizados con el desafío que el cambio climático o los recursos no renovables pueden plantear a la economía capitalista. En otro momento podremos examinar en qué medida tal escenario podría contribuir a un ecofascismo justificado en la excepción climática, pero ahora queremos fijarnos en una contradicción de carácter inherente al propio movimiento de la valorización. Se trata del efecto perverso que plantea la incesante innovación técnica a que obliga la competencia del mercado, ya que, a la vez que permite la generación de valor, menoscaba la cantidad de trabajo rentable que aportan los productores, pues, después de todo, compiten en el mercado. Recordando que el valor es la manifestación de una relación social, se distingue ya que la sociedad del trabajo está animada por una lógica suicida, pues implica prescindir de cada vez más productores de mercancías. No se podría crear nuevo valor sin esta competencia mercantil, por lo que, toda ventaja estratégica en el mercado, se paga socavando la única fuente real del valor: el trabajo humano. Esta descompensación supone un límite lógico, interno, a la actividad de valorización.

El umbral histórico en el que el capitalismo comenzó a ceder potencia vendría a coincidir con la apuesta industrial por la microelectrónica. A partir de entonces, la racionalización de procesos mediante dichas técnicas procuraría la expulsión de cada vez más trabajadores de la esfera productiva, pues toda generación de valor se juega desde ese momento en el ahorro de costes como única posibilidad de mantener la pujanza en el mercado. A partir de esta presión se comprenden mejor las dinámicas de precarización, subvención y expulsión de grandes masas que se observan en la economía de servicios. La extracción de valor en nuevos mercados y la explotación de la productividad solo le dan, según esta interpretación, un empuje transitorio a sectores muy determinados de la economía global. Y, bajo este mismo lento desplome, se dejan interpretar los ciclos de crédito y deuda, que actuarían como las inyecciones de morfina administradas a un moribundo. Esta creación artificial de valor tan solo sirve de prórroga hasta el estallido que da lugar a las recomposiciones de las relaciones de producción de valor que no han dejado de conocer los más jóvenes. Tal sería la explicación de la cada vez mayor destructividad y frecuencia de las crisis, sumiendo al capitalismo en una agonía irrecuperable.

Para concluir y perder toda calma, constatamos que se están dando circunstancias de descomposición social especialmente peligrosas:

  • La expulsión de cualquier garantía social, en sentido amplio, de una cantidad creciente de población, fuera y dentro de las fronteras de los países ricos.

  • La imposibilidad de recuperar a través de mecanismos de redistribución de la riqueza a esa población, pues incluso la garantía de los derechos humanos está condicionada al fetichismo de la mercancía, es decir, derechos como la vivienda, la salud, la alimentación, la ciudadanía y la seguridad están desligados de cualquier voluntad política que permanezca en el interior del capitalismo.

  • A la imposibilidad económica de generar el suficiente valor le corresponderá la consideración pública de lastre a los sectores improductivos. A partir de ahí son de temer muchas políticas de gestión de desechos, por emplear la jerga tecno-administrativa que se asoma ya en la respuesta a la inmigración.

  • Una competencia social, aún más nihilista y destructiva, por los restos de valor, con la aparición de nuevos mercados que repugnarán a los menos entregados a la dominación. Porque ya vimos con cuánta ingenuidad, indiferencia, cuando no entrega, es capaz de responder la izquierda a fenómenos como OnlyFans. Y lo que está por venir.

Se pueden hacer declaraciones muy festivas sobre la oportunidad política que presenta una sociedad en descomposición. Sin duda, tal radicalismo verbal cumplirá con los estándares del autoritarismo que viene. Por nuestra parte, ya tenemos suficientes complacencias en el día a día. No es que la adaptación y el conformismo hayan mellado toda autonomía, la posibilidad de resistir al fascismo. Es que nuestra subjetividad es, hoy, adaptación y conformismo, enteramente.

Ya será en otro artículo donde exploremos qué relación hay entre estas condiciones objetivas, la constitución de una subjetividad frágil y la aparición de un fascismo que no encontrará la oposición con la que ya fantasean los optimistas y otros amigos del poder.

Referencias teóricas

El fetichismo de la mercancía es, como se sabe, un concepto de Marx. Pero la lectura del valor en clave crítica es reciente. Sobre todo se debe a los esfuerzos de Robert Kurz, Anselm Jappe y los grupos intelectuales en torno a ellos, si bien hay muchos precedentes. Una buena obra de iniciación a esas nuevas lecturas de Marx nos parece que es Crítica de la economía política: una introducción a El Capital de Marx, a cargo de Michael Heinrich, con excelente traducción y estudio de César Ruiz Sanjuán, gran conocedor de esas nuevas lecturas.

Hay alguna traducción abominable de Kurz sobre El colapso de la modernización. No es el caso, sino todo lo contrario, de las traducciones de obras de Kurz y Jappe publicadas por la editorial Pepitas de calabaza. Allí están las argumentaciones más logradas sobre el fetichismo de la mercancía y la crisis del capitalismo. Animamos a leerlas a quienes no las conozcan.

En YouTube hay una conferencia que expone de forma ejemplar los principales rasgos de la teoría del valor. Al esfuerzo de Jordi Maiso le debemos buena parte de nuestro acercamiento a dicha preocupación.


2023