La última semana de enero una serie de operaciones bursátiles atrajo gran atención mediática. Los numerosos usuarios de un subforo de Internet, cuyo motivo de reunión digital es la especulación bursátil, se organizaron para darle un escarmiento a un gran operador que quería sacar tajada de la caída de las acciones de Gamestop, una cadena de tiendas físicas en torno a las videoconsolas. Parece claro que la nostalgia por la adolescencia perdida aportó además gran sentimiento al carácter masivo del escarmiento. La gesta se resume en:
Gamestop tiene malas perspectivas ante el avance de las compras y el entretenimiento en línea, tendencia contra la que ya no puede competir, situación además agravada en la pandemia.
Resulta que los operadores bursátiles grandes, de riesgo, suelen ganar dinero apostando a que las acciones de otra empresa se desplomarán. Se trata de la operación inversa de la que ya manejamos: en vez de comprar para vender más caro, se gana si se cumple la apuesta en un plazo breve y se pierde mucho si la cosa no sale como se había planeado. A esta inversión se le llama vender en corto y nos parece amargo y poco iluminador especificar más.
Nuestros héroes, en el papel de pequeños inversores, se coordinaron repentinamente y no solo consiguieron reflotar en bolsa a Gamestop, sino que la catapultaron, causándole un roto económico gigantesco a los buitres.
La reacción más común fue el disfrute, pero no pocos espectadores reestrenaron el desenfreno. Sepan que no bromeamos cuando decimos que el nombre de la aplicación de compraventa empleada por los justicieros del capital es RobinHoodApp. ¡La app no cobra ni comisión! Transcurrido un tiempo, sea por presiones políticas, intereses o violaciones legales, se restringió la posibilidad de continuar con la jugarreta de los especuladores de buen corazón, mientras se permitía operar a los especuladores de corazón negro.
Previendo la supernova de ideología que iba a estallar, quisimos seguir de cerca las manifestaciones de euforia revolucionaria, temiéndonos el recalentamiento al microondas de una tecnopolítica ya cocinada, por ejemplo, el 15M. Fuimos, pues, a Menéame, que es un agregador de noticias, es decir, una página de Internet en la que sus usuarios envían enlaces a noticias que juzgan relevantes. Sus lectores menean (votan) los envíos y se configura así una especie de portada de periódico con las noticias más aclamadas. Esta página también dispone de un foro, de modo que los usuarios pueden comentar tales envíos. Los comentarios, como es de esperar, están sujetos a valoración, así que Menéame nos parece un buen observatorio. Debe advertirse que en tales portadas es muy habitual encontrar —aparte de los escándalos del día— noticias sobre cuestiones técnicas: proezas de la ingeniería, nuevos hitos sobrepasados por los ordenadores o futuribles de la biotecnología. Extraña poco, por lo tanto, que gran parte de los comentarios más explícitamente políticos acaben en maldiciones contra los obstáculos que frustran una sana meritocracia —y en España se sufren muchos de esos obstáculos, insisten—, que se decanten por la gestión eficiente de los problemas —que es mucho mejor que la gestión ineficiente de los problemas— y que se pronuncien vivas a los avances técnicos con extrema desinhibición. Si uno quiere gozar del apoyo de esta "comunidad digital" debe asegurarse de que en sus proclamas igualitaristas no se dibuje una sociedad en la que se reprima el talento individual. La ética hacker goza allí de una adhesión cerrada. Como decimos, Menéame es un buen termómetro de ideología. La fiebre duró al menos una semana, así que recogemos, dentro de los comentarios más aplaudidos, algunas expresiones radiantes:
[...] asusta que miles de ciudadanos de a pie se organicen. Eso pone en peligro la propia esencia de la democracia capitalista [...]
Estamos asomándonos debajo de la piedra y estamos viendo que los insectos se ponen nerviosos cuando están al aire libre. Me encanta la situación.
Es una de las grandezas de internet que honestamente llevaba tiempo esperando que algo así pasara. La revolución es internet y gente corriente pasando a la acción y organizándose.
[En respuesta a alguien] Te parece absurdo porque no lo entiendes. Quieren sangre. No están invirtiendo. Están hackeando el sistema, con las herramientas y la oportunidad que les ha dado la situación. Es una puñetera revuelta bolchevique desde los sofás, en medio de una pandemia, en medio de una recesión. Están esperando con las lanzas tiradas en el suelo mientras se repiten entre ellos "hold", como en la escena de la carga de caballería de Braveheart, y saben que si esperan al momento adecuado, Citadel se va a encontrar tal pared de lanzas que va a arrastrar a gran parte de los especuladores. No están ahí para hacerse ricos, están sacando a la plaza una nueva forma de guillotina, una que no implica cargos por asesinato, o traición. Quieren devolver la bofetada a ese 1% que cree que está por encima de ellos, y se permiten salir llorando en la televisión diciendo que van a por los ricos. Y saben que si aguantan la posición, pueden forzar un new new deal y recuperar un poco de dignidad y salud y felicidad. ¿Os reíais mucho diciendo "vais a hacer una revuelta, si... desde los sofás"? Pues, fíjate tu que cosas, resulta que se puede.
Ese último había que ponerlo entero.
Más allá de la celebración de la impotencia en clave ciberfetichista, de la que tendremos que hablar en otros artículos, lo que más nos preocupa es el modelo populista de crítica al sistema social, reducido este a dominación económica de unas élites inmorales. Así, con una retórica de lucha de clases rebajada a su expresión más roma, se activa la circulación de tópicos del antisemitismo. Bajo esta crítica, por un lado estaría el pueblo, consagrado al trabajo productivo y que, aún en los malos momentos, es cumplidor de las reglas del juego; por otro lado, estarían si no directamente los judíos, sí al menos sus figuras ideológicas: unas élites parasitarias entregadas al engaño y la avaricia desenfrenados. Los judíos serían pues medios de comunicación manipuladores, cínicos políticos y especuladores sin alma, todos ellos ladrones del sufrido pueblo, los hombres de a pie. A partir de ahí se pintan las jerarquías de la conspiración a batir. Todo este juego tiene como precedente histórico y como aliado político al fascismo y solo a él. Como respuesta a la crisis, las figuras del judío, del especulador, del masón, del comunista o del inmigrante sirven de chivo expiatorio según el sistema social se repliega sobre sí mismo. Estas imágenes del parásito son muy móviles, dado que su propósito no es el de captar el diagnóstico racional de un problema político, sino el de condensar la frustración por la violencia —no solo económica— que genera el aparato social. Por lo tanto, los presuntos buenos propósitos, los propósitos justicieros de la acción ciega, aunque se caldeen en Internet, degenerarán en algún momento en simple ejecución de la violencia, que sirve así como compensación de la impotencia, como insaciable descarga del resentimiento.
Para tal crítica populista, el capitalismo no es visto como aquella relación social determinada por la producción de valor, sino como el dominio de unos privilegiados sobre diversas capas de subordinados. Marx no lo entendió así y, en consecuencia, le otorgó al capitalismo el estatuto de novedad histórica y la problematicidad que merece. La inmensa acumulación de mercancías (Marx) supone el esfuerzo de la sociedad al completo, esté dividida en varias clases o dominada por una vanguardia; mientras la actividad social se consagre al trabajo abstracto de la producción de mercancías, el capitalismo seguirá intacto (aquí con más detalle). Las transacciones de valor en los mercados bursátiles no son, por lo tanto, un cuerpo extraño al capital: el fetichismo de la mercancía marca por igual a la cotización de la insulina tanto como al valor de Gamestop o a la existencia de camas de hospital. Si esto resulta indignante, habrá que impugnar un sistema tecnoeconómico ciego a la injusticia y el sufrimiento y entregado por su propio funcionamiento solo a la producción de valor. En consecuencia, no cabe ni un capitalismo de buenos propósitos y, mucho menos, la ruptura pasa por culpar a unos villanos conspiradores. La teoría no puede amparar la repetición de la violencia y presentarse a la vez como revolucionaria.
Volviendo a la excitación ideológica: no se trata de que Menéame o Reddit sea el lugar de reunión de necios y perturbados. La respuesta a las soflamas autoritarias viene socialmente condicionada: un bienestar económico que no puede ya volver y que lleva décadas castigándonos (en los países ricos), una exclusión social acelerada y la descomposición de cualquier red social (en su sentido no irónico) abocan a los individuos atomizados a una competencia inmunda por no ser expulsados del sistema de garantías. Una subjetividad mercantilizada al extremo, sin rescoldos de crítica que avivar, es simplemente una fuerza de adaptación a las condiciones del capitalismo en crisis. Por un lado, las condiciones sociales que posibilitaron el fascismo no han sido históricamente desmanteladas y, por otro, el Estado pondrá políticas cada vez más autoritarias de gestión de la pobreza. En ese cruce se sitúa el peligro autoritario. Bajo estas circunstancias, ya no parece tan exagerado ver en la coordinación basada en el resentimiento los ademanes del escuadrismo, sin camisa si la cacería es solo digital. No nos parecen poca cosa los linchamientos diarios en la red: responden a esa frustración, se transparenta también, si hemos de poner un ejemplo reciente, en las jeremiadas contra los vacunados sin turno —los linchamientos siempre están cargados de razones— o en los estallidos de violencia de los botellones disueltos por la policía. Incluso las cibercolectas (ya saben, un indigente devuelve una cartera con mucho dinero y los internautas se organizan para comprarle una casa e historias semejantes) en las que se teatralizan los buenos sentimientos no son ajenas a los resortes de la personalidad autoritaria, siempre obediente a las lógicas mediáticas. Y, mientras escribimos esto, nos llegan noticias de organización de grupos para la caza del inmigrante.
Nuestra propuesta, que no excluye otras, pasa por atacar el surgimiento de la personalidad autoritaria. Desde luego, resulta modesto en comparación con la épica de las Termópilas de la especulación tierna. Si se nos permite:
Para ir más allá del capitalismo hay que aceptar primero su naturaleza complejísima, estudiarlo y debatir públicamente sus peculiaridades en relación con nuestra crisis actual. Leer a Marx, al señor Karl Marx, y muy poco a los teóricos de la conquista del poder, nos parece una alternativa mejor que concebir el sistema social con la narrativa propia de un videojuego.
Tomarse en serio la amenaza de un fascismo que ya está entre nosotros. El primer paso, sin duda, es no consolarse con fantasías de poder: eso sería reforzar la personalidad autoritaria. No se puede considerar al capitalismo y sus inmediatas derivas como un cuartel de mando que asaltar. Explorar, en común, la autonomía crítica sin la que no nos podemos permitir hablar de emancipación es, de por sí, una práctica antifascista.
No alimentar, al menos, las lógicas de la competencia mercantil en el terreno de las ideas, especialmente las dinámicas que se dan en el medio digital. Allí cosecha a buen ritmo la propaganda fascista; desvelar sus trucos es un primer freno. En este sentido, conviene guardar distancia de las estrategias de verificación de datos, pues no es solo que la propaganda fascista no se dirija al examen racional de los sujetos, sino que un enfoque ciegamente cuantitativo —vale decir positivista— es el tipo de no-comprensión que forma parte de las condiciones de posibilidad del propio fascismo.
Contrarrestar, bajo las muchas modalidades culturales en las que se presenta, lo que Zygmunt Bauman llamó la producción social de indiferencia moral y la producción social de la invisibilidad moral. Un ejemplo muy a mano es el prestigio del cinismo y el dominio, a menudo en forma de manipulación psicológica, en buena parte del entretenimiento. Parece que exageramos, pero no pocas de las series de televisión anglosajonas tienen como parte fundamental de sus tramas a personajes de prodigiosas habilidades intelectuales que, cuando no están reduciendo el mundo a cálculo egoísta, se entretienen humillando a sus congéneres, pues esa es su verdadera forma de amar. Estas y otras fantasías narcicistas son, por un lado, el alimento de la personalidad autoritaria y por otro una condición social. Por eso insistimos en el conformismo que cultiva el sistema mediático: no hace más que apelar a lo que ya es, a la adaptación que guía al sujeto moderno, el sujeto del dominio que no tiene nada que oponer al fascismo. Y es esta respuesta automatizada lo que explotan comercialmente, aunque sea de forma inconsciente, los productores del entretenimiento: sean empresas o mercancías de sí tipo youtubers.
Terminamos retomando la ruina edificante de Gamestop. Las imágenes de consolación son previsibles en sujetos que, por su posición en la jerarquía del trabajo y la consideración que tienen los conocimientos al servicio del sistema tecnoeconómico, están ideologizados al extremo de pensar que el mundo les debe más que al resto. No debería ser el caso, como en efecto fue cuando se propagó la noticia, de gran parte de la izquierda, incluidos los radicales más estetas. Ante las pocas críticas que se le oponían, la reacción airada del consumidor de tal espectáculo mencionaba que se había ganado el derecho a saborear, si no una victoria, al menos una imagen de ella. Al parecer, en este mundo faltan diversión, adaptación y una violencia pornográficas. Ya ven, pues, que los avances de la alienación nos dejan pocos amigos.