Emmanuel Levinas pudo advertir, ya en el año 34, de que lo amenazado por el nazismo era la humanidad del hombre. Es muy posible que hoy situemos esta reflexión del filósofo entre otras pronunciadas en aquella Europa, pues ante el desmoronamiento de su mundo muchos intelectuales reivindicaron los valores que una vez orgullecieron al continente. Ese mismo gesto mantiene su actualidad, pues gentes de la cultura lo repiten hoy frente a la amenaza del totalitarismo. Siguiendo esa interpretación, se escribe que —adecuadamente contrarrestados— democracia y libre mercado protegen la paz y la prosperidad gracias a la Ilustración de los ciudadanos; a menos que algunos de ellos opten por la demagogia. Gracias a la informática es fácil comprobar que, por ejemplo en el diario El País, se publican semanalmente y desde hace ya más de cuarenta años muchas columnas con esa visión. No es ese el sentido del pensamiento de Levinas. Su radicalidad tampoco se deja equiparar a aquellos análisis que cierran la cuestión teórica tachando al fascismo como la reacción de fuerza de una burguesía amenazada por la revolución. En Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo —insistimos: año 34—, el pensador judío situó la barbarie no como lo venido de fuera de la cultura, ni como un extravío de la historia ni tampoco como una fuerza social naturalizada, sino como un movimiento amparado por nuestra civilización.
Quisiéramos que con esta reseña se mostraran dos cosas: la potencia política de un texto, el de Emmanuel Levinas, al que todo interesado en la emancipación debería enfrentarse. Pero también la impotencia —en 2022 tanto como en 1934— de toda teoría que, ante el fenómeno del fascismo, se exprese tan solo en una logística de la acción —la creación de un contrapoder—, o la esterilidad de aquellas concepciones que —descartando indagar las condiciones de posibilidad de la catástrofe— se basten con caracterizaciones míticas: la naturaleza del fascismo es la seducción y la brutalidad ejercidas por una banda de matones, el deseo natural de dominio de la bestia humana resurge aquí y allá, etc. Rehuir la metafísica no es, ni mucho menos, escapar de ella.
Prestando atención al título, filosofía del hitlerismo, nos acercamos a la cuestión. Aun admitiendo el antiintelectualismo de las ideas nazis, el filósofo de origen lituano pone su empeño en distinguir las experiencias a las que responden todas esas ideas, pues, por muy ramplona que sea tal o cual consigna fascista, este discurso tiene que vérselas con el mundo, incluso si es para arrasarlo. En consecuencia, hay filosofía fascista porque inevitablemente hay interpelación del sentido.
Puesto que se habla de la humanidad del hombre, recojamos lo que el autor entiende como los rasgos —europeos— de ese hombre. Sobre otros caracteres, el empuje de la libertad es tan fuerte en esa concepción que logra tensar la experiencia humana originaria: el tiempo. La herencia de esa antropología, sin embargo, no se la debemos en exclusiva a los griegos, pues allí el tiempo, frente a la épica del hombre, logra imponerse como destino. Este aspecto se desvela recurriendo a una experiencia moral que hemos vivido todos: en el remordimiento, el pasado recusa las pretensiones de enmendarlo que caracterizan ese sentimiento. Así que no hay presente sin legado. Pero con esta reflexión estamos ya cruzando desde el umbral de la tradición de Grecia hacia la otra tradición de Europa, la judía. Si resumimos, solo tenemos que pensar en cómo se relacionan las ideas de pecado con el arrepentimiento, esto es, con la reparación del tiempo, de aquel pasado que ya no se presenta como lo inmutable gracias al perdón. Es aquí donde el pensador ve la mano del cristianismo —el cristianismo judío— en Europa: para el cristiano la posibilidad de desvincularse respecto del tiempo, de su marca en la experiencia, es radical; incluso si este no es un gesto cotidiano, esa liberación del peso del tiempo es una posibilidad. De fondo, Levinas está manejando una interpretación de la Cruz y la celebración de la Eucaristía. Bien, pues en esa posibilidad de liberación cada alma se funda nuestra noción de dignidad. Seguro que reconocemos cierto aliento de estas ideas en las fórmulas ilustradas.
Visto ya ese hombre, veamos cómo argumenta el escritor francés la amenaza. Como se sabe, las ideas de la Modernidad —el autor no usa esta palabra, se refiere en su escrito a la tradición— heredan, pese a sus pretensiones de ruptura, algunas referencias de la metafísica griega. Si unimos de forma intencionada temas de Platón y de Descartes, diríamos que las ideas modernas otorgan un mayor grado de realidad al espíritu que a una materia separada de él, quedando acondicionado el primero como centro de operaciones del intelecto sobre la cosa extensa, una naturaleza a su disposición. Esas operaciones del nuevo espíritu están troqueladas por los mismos supuestos de la revolución científica: conocimiento pasa a ser aquello que surge de la aplicación del método de las ciencias naturales. Este conocimiento debe ser inmediatamente validado por su empleo, mediante la técnica, en la explotación de esa naturaleza calibrada. En una palabra y volviendo a Levinas, así se define el hombre de la razón moderna y sus postulados de autonomía y progreso. Para el pensador, y recordando el fracaso de los intentos de rebajar el espíritu al esquema de determinaciones de la nueva naturaleza, Europa conservó la marca del cristianismo en la afirmación de una instancia, la razón, desde la que cabe hablar de libre determinación, de aquel gesto de emancipación.
El filósofo destaca un matiz en esa historia de la metafísica: el marxismo. Este, aun desenmascarando el sustrato burgués de este discurso con su cuestionamiento de las bases materiales de esa libertad, no pierde la confianza en la razón: la conciencia de estas determinaciones y el propósito de su emancipación se reencuentra con las intenciones de aquel ideal ilustrado de libertad. Además de en la categoría de alienación, hoy tenemos a la vista la crítica del fetichismo (Levinas habla de la crítica marxista del «hechizo social»). Por tanto, si hay una amenaza, tiene que venir de un ataque a esa concepción de la libertad, de tal forma que esta quede cancelada como por un destino. Y, sin embargo, dice Emmanuel Levinas, esta impugnación parte justamente de la experiencia que hacemos de nuestro cuerpo.
Nos recuerda el profesor que en nuestra tradición hay un historial de alienación del propio cuerpo respecto de su sustancia más real, el espíritu. El cuerpo se denigra como una servidumbre indigna o, de otro modo, privándolo de cualquier significado según la visión materialista más sellada. Es un tópico en nuestra historia el cuerpo como fuente de padecimientos del que el espíritu se libraría de buena gana; de buena gana se libraría si no fuera por... Ahí está la aporía: la oposición radical de cuerpo y alma que nuestra tradición predica no se compadece con nuestra vivencia cotidiana. Tanto es así que se requiere mucha hostilidad, la de nuestra metafísica, para infamar esta experiencia íntima. El autor ilustra esta unión de cuerpo y espíritu en la experiencia del dolor —o en las experiencias de riesgo o de sensualidad—: ahí toda tentativa de reducir esas vivencias a mera afección material o a puro espíritu fracasan contra nuestro sentimiento. El cuerpo es inescapable, es más acá de cualquier exterior, es donde hay espíritu.
Levinas ve que se hace una lectura de esta intuición, la del yo y su cuerpo, y esa lectura es el tema de la filosofía nazi. Atención: no se dice que esa vivencia se dé, únicamente, bajo los parámetros del fascismo, sino que en esa filosofía se forma una imagen nueva del hombre: ahí el cuerpo fija el ritmo auténtico del espíritu, esa es su nueva unidad. No se trata, pues, de aquella reducción materialista en la que el yo aparece como una costra natural. Aquí el cuerpo pasa a ser el enclave de toda una herencia, es la reserva del espíritu. La verdad del hombre está en sí mismo, pero en el sentido más opuesto a Sócrates. No extraña que esta metafísica se ponga convenientemente a tono con el biologicismo y los mitos de la raza.
Pero no dejemos escapar la palabra auténtico: el espíritu tiene que acatar esa esencia a la que se debe. En otras palabras, el espíritu es demasiado libre, así que se hace rápidamente sospechoso de traición, de falsedad, si no acepta su presunto destino. Levinas precisa que este hombre nuevo ha de poner en juego una nueva concepción de la verdad y de su relación con el pensamiento, de manera que el ideal nazi supone un enfrentamiento con el ideal de libertad formado por la tradición. Y todo esto, que ocurre dentro de la metafísica, no tarda en bajar a la política: las sociedades liberales, las del pacto y los derechos civiles, con su abstracción del cuerpo, se hacen sospechosas de aquella traición, de falsedad. Recordemos que bajo la tradición metafísica occidental el acceso a la verdad es una decisión soberana. El hombre no está, en absoluto, comprometido con ella bajo ningún aspecto. El francés no pronuncia la palabra nihilismo, pero es difícil no tomar aquí la referencia. En cualquier caso, para el filósofo el peligro está ahí, en ese desinterés por la libertad que esa libertad ampara. Sin usar las palabras del autor, diríamos que hay una (posibilidad de) autodisolución de la libertad. De modo que el fascismo, valiéndose de la vivencia del cuerpo, tiene en su llamada a lo auténtico, la reivindicación de aquello de lo que no puede disponer el espíritu de la mentira. Es en esta sociedad liberal donde el fascismo puede esparcir sus sospechas en tiempos de crisis, en una sociedad tan desvinculada de sus presupuestos que aloja indiferentemente el pensamiento y la acción terroristas. En conclusión, este movimiento ocurre dentro de la metafísica y por medio de sus dinámicas, así que toda crítica que no quiera encararse con estos problemas es o impotente o vulnerable, pues no hay ruptura con la catástrofe si se mantienen sus presupuestos.
Y precisamente sobre la violencia y la metafísica fascistas es el último apunte de Levinas. Frente a la idea, universalizable a través de la discusión libre —por tanto, de posible arraigo común—, la verdad del fascismo se comporta como una fuerza proyectada desde un origen privilegiado. Esa fuerza no puede perder esa vinculación con su origen, pues su origen es su verdad. Así que, a diferencia de la idea, solo hay una posible universalización política bajo el fascismo: la expansión, la guerra. ¿Cuánto tardó el nazismo en realizar esta metafísica de la aniquilación?
Algunas otras preguntas que podrían construir el texto serían : ¿Por qué la guerra a lo judío? ¿Cómo de judío es un cristianismo si no se ve interpelado por las injusticias pasadas? ¿Qué hacer con —qué pensar de— ese olvido del cuerpo?
El escrito de Levinas es de los más hermosos que hemos podido leer, así que recomendando su reciente reedición en castellano nos despedimos hasta un próximo artículo; en él esperamos explorar algunas posibilidades de algunas reflexiones sobre el hitlerismo hoy.