CRÍTICA  SOCIAL

De esta guerra saldremos mejores

«De esta saldremos mejores», decía aquella muletilla difundida con motivo del primer confinamiento y la primera oleada, tan mortal, de la COVID 19. Aunque aquí tomamos como referencia el caso español, en otros países europeos también corrieron por las redes variaciones del mismo lema. La intención estaba clara: darse ánimos unos a otros, a todo el mundo, mostrando por un tiempo la maraña de dependencias y sentidos compartidos que, aunque muy frágiles y deformados, resisten a la cotidianeidad hostil de nuestras ciudades.

Más adelante, cuando ya fuimos saliendo más a la calle, no tardaron en esparcirse por Internet los vídeos de agresiones, linchamientos y comportamientos enloquecidos protagonizados por quienes se enfrentaron de nuevo a la ciudad, ahora en medio de una pandemia que a muchos nos hizo temer la propia muerte. Porque el miedo, el dolor —¡un dolor sin duelo!— y la incertidumbre generalizadas tampoco pudieron refrenar el tráfico de imágenes humillantes que llegan, velis nolis, a cualquier pantalla. Y poco se opone a esto último el humor basado en fórmulas que, atiborrado de una chirriante joie de vivre, sirvió—más que para afirmar la vida frente a la muerte, con metafísica de telediario— para confirmar nuestra tolerancia a una próxima cotidianeidad que apeste a muertes socialmente necesarias, a la exclusión social decretada por la lógica de la valorización del capital, con nuestra complicidad con tanto autoritarismo como sea necesario para perfumar tanta porquería. Entonces, ¿cómo no desesperarse, de dónde recibir algún aliento?

Más adelante, retomando la crónica, la ciudad volvió a ser ya solo el contexto en el que se dan los intentos de adaptación a las condiciones antes descritas. ¿Quién, entonces, está libre de soportar estas neurosis? ¿Quién está libre de verse envuelto en alguna astracanada narcicista como las que se repiten en el transporte público? Hace unos días vimos un ejemplo claro en una persona que, colocado en un lugar visible de un vagón de metro, no quiso llevar puesta una mascarilla. Y no la llevaba justamente para desatar una bronca guiada más bien por la búsqueda de reconocimiento de su rostro que por escenificar la libertad individual. Un rostro que, aún sin mascarilla, siguió resultando perfectamente anónimo, equivalente, indiferente al espíritu. Se comprende el tipo de narcicismo actual que le lleva a uno a autoproclamarse un dios...

Bien, pues, ante estas y otras imágenes que aún surgen aquí y allá, muchas veces se repitió el sarcasmo de «de esta saldremos mejores». Así, una versión más bien sebosa de antropología hobbesiana, con la naturalización del sufrimiento que parece motivar las narrativas de tantas series de televisión, con ese mismo gesto muchos repitieron con complacencia irónica «de esta saldremos mejores».

Bien, pues, de seguro podemos afirmar que tal cinismo resulta socialmente más corrosivo que toda la ñoñería, incluso toda la ingenuidad, de un tutto andrà bene. ¿Por qué decimos esto, si antes nos preguntábamos de dónde sacar fuerzas?

Estos días de amenaza de guerra ya desfila por la opinión pública una comparsa de sofisticadísimas sornas pretendiendo ahogar toda la denuncia, toda la solemnidad, que encierra la expresión «No a la guerra». Sería por eso por lo que estos días nos acordábamos del «de esta saldremos mejores». Salen de ahí, quizás en bruto, las fuerzas por las que preguntábamos antes. En los ánimos para resistir que otorgan las irrupciones de solidaridad que desbordan, hasta suspender, la lógica de dominio y de explotación del capital. En la dignidad otorgada al sufrimiento que se hace indignación en un no, planteándole toda la incomodidad ética a toda política que se presente como emancipatoria. Una política que aquí y ahora, sin diferir la justicia a la que aspira, quede enteramente construida al margen del dominio y la invisibilización del sufrimiento social, de la irrepresentable destrucción de la que seguirá siendo capaz la civilización industrial.

En fin, sí, estamos al tanto de que una visión de la belleza que procura una frase no es un programa pacifista de largo aliento. De lo que se trata es de no confundir los escombros de esta sociedad con piezas válidas para la creación de ningún proyecto revolucionario. Para ello, podemos volver a Adorno, que recogió en Rasgos del nuevo radicalismo de derecha como característico del discurso fascista aquel cinismo pronto dispuesto a denigrar toda expresión de humanidad, de su finitud y de una posible bondad libremente determinada. Este último es el sentido que merece la pena recuperar de «de esta saldremos mejores». No su confianza ciega en el futuro, no su cursilería, sino proteger su promesa.

El cinismo, decimos, es justamente lo que encontramos en una discusión pública reducida al espacio mediático y acaparada por el mismo antisentimentalismo salchichero que desprecia nuestro pacifismo. Cualquier pantalla cuenta ya con estos Jüngercitos exhibiendo el goce sexual que les produce la capacidad de destrucción de las armas más lavaditas y relucientes. Pero lo que W. Benjamin definió como un umbral ya sobrepasado de alienación —el espectáculo de la destrucción de la propia humanidad— no es algo que concierna solo a una banda de militaristas desquiciados: forma parte de la ideología del progreso, ideología a cuyo amparo hemos convertido el mundo en un gigantesco cementerio de víctimas necesarias.

Por tanto, nuestra preocupación está en que la discusión pública sobre la guerra está acaparada por el llamado pensamiento estratégico, tan peligroso como abotargado por la erudición técnica y su cancamusa formalizante, y que se presenta como limpiamente gamificado. Bajo este discurso, apenas rechistado, las relaciones internacionales aparecen como un juego newtoniano de fuerzas. Allí, las palabras (oleoducto, posición estratégica, contingente,...) tienen únicamente la condición de variables de cómputo en un sistema. El sufrimiento no aparece en la ecuación, claro que los buenos modales (aún) imponen hablar de drama humano, etc, para que a continuación las víctimas queden amortizadas en el cálculo de lo que es en tanto que es. De esta naturalización del sufrimiento hablamos. Peligrosidad que también encontramos en los estrategas de sentido progresista, quienes por supuesto también andan en el mismo juego criminal que sus correlatos en think-tank (los que piensan como un tanque). Así, los escolásticos más amigos de policías y militares, van por ahí pinchando a todo el mundo con el bisturí bien basto de la geopolítica de bloques imperialistas. Aquellos que quieren ser los capataces de la utopía tienen como misión política esclarecer quién debe asesinar a quién y en qué turno.

Por supuesto que los pacifistas estamos demasiado solos, pero de seguro hallaremos más complicidades políticas en algunos gestos pequeños que en la espeluznante morralla que rebota una y otra vez el pensamiento reificado. Apuntando más allá, de lo que se trata es de desmantelar la sociedad que hace todo este horror y a todos estos, quizás también a nosotros mismos, posible. No resignarse, no compadrear con el cinismo, es el mejor cimiento para una política contra la guerra. Nicht-Mitmachen!


2023