En la ideología de la doctrina económica popular el dinero es un eficaz medio auxiliar para abastecer a la sociedad de manera óptima con bienes y servicios. Justo por eso debe ser esencialmente, en sentido económico, un mero «velo» sobre la producción y la distribución real. En cambio, Marx ha mostrado que el dinero, en tanto medio de valorización del capital, es un fin en sí mismo, un fetiche que ha sometido a dominación la satisfacción de las necesidades concretas. Solo se producen bienes de consumo reales cuando sirven al objetivo del aumento de dinero; en otros casos, la producción se detiene aunque sea técnicamente posible y satisfaga necesidades humanas importantes. Esto se hace especialmente visible en los ámbitos de la atención a mayores o el sistema de salud, que en sí mismos no son portadores de la valorización del capital, sino que han de ser financiados con sus beneficios. Desde un punto de vista puramente objetivo, habría suficientes recursos para abastecer a una población creciente de personas inactivas con alimentos y asistencia médica. Pero, bajo el dictado del fetiche monetario, esa posibilidad no es «financiable».
El cuidado de ancianos y enfermos está subordinado indirectamente al dictado abstracto de la valorización. En condiciones financieras difíciles estos son «economizados». Esto significa que deben comportarse según criterios económicos funcionales para poder participar en la corriente monetaria. Incluso el diagnóstico médico se convierte ahí en una mercancía que está bajo la presión de la competitividad. El objetivo no es la salud y el bienestar de la gente, sino el «doping» para la «eficiencia», por un lado, y la administración de las enfermedades, por otro. El ser humano ideal desde el punto de vista de las instituciones sería un luchador olímpico en su puesto de trabajo (para hacer crecer el producto social), que al mismo tiempo puede ser definido como enfermo crónico (para llenar las arcas del sistema de salud) obligado a apartar puntualmente la cuchara (a fin de no convertirse en una carga para el capitalismo).
La propia ciencia médica ha tachado este coste de la cuenta. Ha sido objetivamente tan exitosa que cada vez más personas viven por encima de la edad de trabajo. Esto es un ejemplo especialmente claro de que el desarrollo obligado de las fuerzas productivas no es conciliable con la lógica capitalista. La «coacción muda de las circunstancias» (Marx) genera por ello una tendencia a destruir de algún modo los logros objetivos de la medicina. La producción artificial de pobreza tiene entonces un efecto preventivo. Así, en la República Federal de Alemania, desde 2001 hasta hoy, la esperanza de vida de las personas con menos ingresos ha disminuido de 77’5 a 75’5 años. Quienes no ganen el suficiente dinero para asegurarse un mínimo vital a pesar de trabajar toda la vida bajo la presión de la eficiencia, se encuentran en la vejez tan extenuados que no pueden sacar provecho de las posibilidades de la medicina. Pero también el acceso a las medicinas depende cada vez más del poder adquisitivo del comprador. Como los hospitales griegos están en bancarrota, las empresas farmacéuticas han detenido el abastecimiento de medicamentos contra el cáncer, el SIDA y la hepatitis; también han interrumpido el envío de insulina. Esto no es un caso especial, sino la imagen del futuro. Como mínimo, a los pobres y a los «superfluos» se les indica, con toda la objetividad propia del asunto, lo mismo que el rey de Prusia, Federico, rugía a aquellos de sus soldados que huían del campo de batalla: «Perros, ¿acaso quieren vivir eternamente?»